Cierro los ojos y ahí está, justo al frente mío.
Moviéndose, diciéndome poesías cargadas de alegría
extravagante y algunas otras de nostalgia impetuosa. Sus palabras se azotan
sobre la orilla, son sus olas las que me traen cada uno de sus versos y se
retiran.
El océano tan imponente, siempre. Aún cuando se halle en supuesta
calma, nunca guarda silencio, es todo un poeta.
Cerca de él, la tierra siempre comienza y siempre termina.
Se encuentra siempre vestido de tonos hermosos. Puede que
decida teñirse del azul más brillante o del gris menos inspirador, esto depende
de sus poesías, de cómo se halle la luz posada sobre él. La luz de la luna, la
luz del sol, la que esté en medio de ambos.
Confesionario de multitudes, de almas aisladas, testigo de
reajustes en el tiempo, amante de un número infinito de damas, es el océano. El
poeta inmortal, la voz que siempre trae paz, sea de día o de noche.
El océano es sólo uno, aunque le hallamos nombrado de
diversas maneras. Él sigue cubriendo tres cuartas partes de nuestra Tierra, la
abraza sin ahogarla. Él ha estado aquí justo antes de que yo llegara y seguirá
justo después de que me haya ido. Atemporal, justo así es el océano.
En él viven miles de especies, con virtudes extraordinarias y desaciertos notables, miles de
voces de ninfas que le sugieren las más sutiles y sólidas palabras, él guarda infinitos
tesoros inimaginados y barcas monumentales que sólo se han convertido en
ruinas.
Cuando se torna tan agitado y emprende alguna danza con las
tormentas, puede que inunde ciudades, tome vidas, tripulaciones enteras, cause devastadores estragos; como el
inequívoco ciclo natural: destruye para construir.
Así es él, sus palabras nunca acaban. Siempre tiene algo que
decir, siempre se halla en movimiento.
O. Días de Abecedario.
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